sábado, 18 de octubre de 2008

Castril de la Peña


CASTRIL es un regalo que la naturaleza ha hecho a esta provincia. Un regalo precioso y preciado protegido por su ubicación en el territorio, que lo engrandece y a la par lo conserva. Quienes hemos tenido la oportunidad y suerte de crecer entre sus parajes, de correr junto a su río, de subir a la peña, de jugar por sus calles es posible que llevemos una ventaja añadida de una infancia más rica. Porque sus campos llenos de frutales, de acequias, de frescura por todos los alrededores del pueblo; su río que lo abraza mimosamente, como queriéndolo enrocar frente a un destino distinto; su aire, limpio y frío en invierno, cálido y limpio en el estío, lamiendo el rostro que lo desafía desde la atalaya natural que se yergue en el mismo pueblo, rompiendo el desfiladero que abre hacia unos espacios que nos traen la esencia de su sierra en forma de agua, serpenteante y ágil. Río en el que la muchachada desafía a los calores del verano, en el que las truchas buscan su alimento entre las rocas que invaden su fondo, entre las que aún se pueden ver algunos fósiles incrustados en ellas.

Castril es un pueblo que baja hasta el agua, pero que sube hasta el cielo, y en la unión de estos caminos se ha forjado una historia y también un futuro lleno de esperanza y de ilusión. Servidor recuerda aquel pueblo que encalaba sus fachadas durante la primavera, con una serpiente multicolor de macetas adornando cada casa, con cuestas que bajaban hasta una escuela plantada entre paratas, olivos y frutales. Y una iglesia enorme desde cuyo campanario, donde nos subíamos la chiquillería, se divisaba casi hasta el fin del mundo, con la sierra más grande y el cielo más azul. Y unas gentes que se dedicaban a lo suyo: tenderos, carpinteros, panaderos, herreros, butaneros, barberos, cura, zapateros, agricultores, ganaderos cada cual en su cosa, cada cual en su oficio, cada cual en su casa.

Era el Castril de finales de los sesenta, de comienzos de los setenta, en el que el mercado hacía que todos cuantos vivían en los cortijos de alrededor acudieran con sus mercancías, o buscando atender sus necesidades, en el que los productos del campo, en el que los arreos, aperos, herramientas, inventos. En el que el camión de las mantas llegaba de cuando en cuando, y te vendían el mundo en un paquete. Era Castril de la Peña. Hoy ha sido reconocido por el trabajo realizado hasta llegar a conquistar un ámbito cultural, encontrar vías de crecimiento y de promoción. La Diputación lo ha visto y lo ha reconocido. Está ahí, y así espero que siga, conquistando un futuro desde sí mismo, proyectando hacia el mañana el aroma de esa flor que, a pesar de algunos, ha podido conservar.
Juan de Dios Villanueva Roa. IDEAL. 11.10.08

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